Expulsión de los mercaderes del templo
Miguel Ángel Jiménez.- Hace siglos, Jesús expulsó a los mercaderes del Templo de Jerusalén. Según el relato bíblico, el Templo de Herodes estaba lleno de comerciantes que cambiaban dinero y vendían palomas para el sacrificio, invadiendo con su actividad el espacio sagrado de oración. Jesús, indignado ante esta profanación, volcó las mesas y expulsó a los mercaderes, reafirmando que la casa de Dios no debía ser lugar de comercio. Sin embargo, hoy, en muchas iglesias de España, encontramos una situación inquietantemente similar.
En las principales ciudades, al pie de las puertas de nuestros templos, barreras en forma de taquillas o cobradores exigen cuotas de entrada bajo el pretexto de “preservar el patrimonio”. Si eres residente de la ciudad, puedes entrar gratuitamente; si no, debes pagar para acceder al templo. Como si de una atracción se tratara, se pasa por caja y se entra con un ticket. Esto, lejos de honrar la fe, convierte el espacio sagrado en una fuente de recaudación, con el silencio y complicidad del clero. Los fieles observamos con frustración cómo aquellos que deberían custodiar nuestra fe participan en su mercantilización.
Sé que la Iglesia ayuda a muchas personas. De eso no cabe duda y lo admiro profundamente, agradeciendo toda la obra social que realiza. Pero esta ayuda debería sustentarse con el dinero de quienes desean darlo libremente, sin exigencias y sin aprovecharse de la presencia de imágenes o del valor de las obras de arte en los templos. Pongo por ejemplo en Sevilla a las Hermanas de la Cruz, cuya labor y generosidad son un auténtico modelo de fe. Su convento recibe a numerosos fieles que acuden a rezar a Santa Ángela de la Cruz, y ellas no cobran nada por ello; simplemente se entregan a ayudar al necesitado, sostenidas únicamente por la caridad de quienes quieren aportar. Esa es la verdadera esencia de la fe: servir sin esperar nada a cambio.
Como cristiano, me avergüenza que la fe se trate como un recurso económico. La oración debería ser un acto puro y desinteresado, sin necesidad de pagos ni condiciones. Invito a los creyentes que se encuentren ante la tentación de pagar para entrar a un templo a detenerse, a orar en la puerta si es necesario. Dios está en todas partes y no necesita entradas ni tarifas. Ese dinero, mejor darlo a alguien que realmente lo necesite.
Hoy en día, esta realidad se ha vuelto insostenible. Ir a misa implica que el cepillo circule; poner una vela tiene un coste, y pertenecer a una hermandad exige un desembolso anual. Desde los bautizos hasta los funerales, pasando por bodas y comuniones, cada acto en la vida de un cristiano conlleva un pago. Y al hacer la declaración de la renta, marcamos la casilla de la Iglesia para continuar brindando apoyo. Este ciclo parece interminable y arriesga transformar la fe en una serie de transacciones económicas. Es cierto que el consumismo ha alcanzado niveles alarmantes, incluso en nuestras creencias más profundas. Pero la fe no debería ser una carga económica; debería ser una fuente de paz y esperanza accesible a todos, sin importar su capacidad de pago.
Si Jesús expulsó a los mercaderes del templo por convertir la casa de Dios en un lugar de comercio, ¿cómo debemos interpretar que, hoy en día, la Iglesia junto a empresas turísticas nos pidan “pasar por caja” para acceder a algunos templos?
El mensaje de Jesús fue claro: el espacio sagrado debe estar abierto a todos, sin condiciones. ¿Dónde queda el acceso libre a la fe? En un momento en el que la Iglesia enfrenta un declive de fieles y en una Europa cada vez más alejada de sus raíces espirituales, ¿no debería la espiritualidad estar por encima de la rentabilidad?
La pregunta es inevitable: ¿qué es lo correcto?