Las malas personas
Antonio R. Naranjo.- Las malas personas no son tan fáciles de detectar. Las obvias, asesinos, violadores o pederastas tal vez sí, aunque hasta con ellos se produce, con el tiempo, una especie de indulto llamativo derivado de esa falsa progresía que convierte a los verdugos en víctimas, según la estúpida teoría de que todo abuso personal obedece a un ecosistema colectivo que lo impulsa: la responsabilidad, dicen, es de la sociedad, y nadie es del todo culpable de lo que hace.
Pero hay malas personas en cada rincón, disfrazadas con una especie de chaqué especialmente válido para disimular su verdadera esencia: cuanto mejor vestido va, menos sencillo resulta destapar al siniestro sicario que esconde, encargado de los trabajos más sucios, que atiende con disciplina espartana y ovina.
Lo hemos visto en esta era de Sánchez, un sexenio negro donde la fe y la razón han quedado sustituidas por la creencia, que es el concepto donde el tonto, el sectario, el comprado y la mala persona envuelven su posicionamiento, siempre ajeno a los hechos y los valores; siempre ubicado en el odio, la ignorancia o el interés.
A nadie debería costarle preguntarse si es normal que un presidente, ante la imputación de su esposa, su hermano y la mitad de su partido, tiene derecho a declarar la guerra a los jueces que instruyen los casos y a los periodistas que informan de todo con un mínimo respeto por su función, que es intentar acercarse a la verdad.
Y tampoco tiene un gran mérito dudar del discurso oficial sobre la catástrofe valenciana, según el cual el Gobierno no tiene responsabilidad alguna en la cadena de escandalosos errores previos a la tragedia y en el infinito despliegue de despropósitos subsiguientes, saldados con una metáfora impagable: solo Sánchez, en tantos días de dolor, ha sido evacuado a tiempo de la zona afectada.
El ruido atmosférico que envuelve la conversación pública desde que Sánchez aceptara deberle el puesto a Puigdemont y a Otegi, para compensar la falta de apoyo ciudadano, explica una parte del fenómeno: como el problema es de legitimidad de origen, los detractores de Juan Palomo tienen severas dificultades para digerir el desenlace, y los patrocinadores del Maquiavelo aficionado legitiman cualquier recurso para proteger el tesoro.
Pero hay algo más. Toda esa hecatombe moral, que quienes la niegan la abrazarían a suscribirla y denunciarla si el beneficiario fuera otro de la orilla contraria, debe tener un límite cuando saltan a escena los muertos, los seres humanos corrientes, las familias modestas, las casas de pueblo, las vidas de andar por casa que acaban conformando un paisaje formidable, que es un país, desde las humildes escenas individuales del hogar de cada uno.
Las tragedias que golpean al corazón de un país, ese territorio sagrado donde se cobija su esencia más allá de las miserias políticas mundanas, requieren de una terapia que supere la división y juzgue a los responsables más allá de su color político. Si la derecha indulta a Mazón y la izquierda a Sánchez, la condena será para el pueblo en su conjunto.
Y también si establece la misma reprobación para errores, comportamientos y omisiones distintas, pero todas ellas de extrema gravedad: el día que España le pida al presidente valenciano que se vaya por inútil y al español por irresponsable, quizá el próximo tsunami nos pille a todos avisados, protegidos y atendidos.
Mientras, esto será un impúdico espectáculo de filias y fobias alimentado estúpidamente por ingentes masas borregas de lerdos que no ganan nada queriendo ni odiando a ninguno y acaban salvando de su merecida hoguera a los dos. Pero en el orden oportuno: Sánchez se negó a ejercer un mando que tenía y no podía ceder.
Es como si Marruecos atacara Ceuta y el muy desvergonzado dijera que la defensa es competencia autonómica. En ese caso nadie se lo tragaría. Una catástrofe natural es igual con la Ley en la mano. Sánchez lo sabía y se lo calló. Mazón lo desconocía y por eso, además de comerse un sapo ajeno, debe marcharse.