La imputación de Sánchez
Ramón Pérez-Maura. – La desesperación de Sánchez es tal que convoca a los medios de comunicación solo para ocupar minutos de pantalla. Aunque no tenga nada relevante que decir. Fue el caso ayer a las 9 de la mañana. Después de las revelaciones de Aldama el jueves pasado tenía cierta lógica imaginar que él y sus centenares de asesores habían dedicado el fin de semana a elaborar un relato alternativo a las denuncias del comisionista. No fue así. Lo que hace imaginar que no son capaces de articular una defensa ante la opinión pública. Veremos.
Sánchez compareció para contarnos el currículo de la nueva vicepresidente del Gobierno. Cuando alguien llega a vicepresidente sin que la inmensa mayoría del país sepa qué ha hecho en la vida debe de ser porque no ha hecho nada de gran relevancia. Pero sobre todo quería hacer una laudatio de Teresa Ribera tras seis años en el Ministerio de Transición Ecológica, donde dijo que deja una «huella indeleble». Desde luego que sí. Debo dar la razón al presidente: la ha dejado en Valencia con esta DANA contra la que ella no puso los medios que debía haber puesto a lo largo de los años. No movió un dedo para impedir la catástrofe.
Pero todos los esfuerzos son en vano, porque apenas había acabado su discurso y en El Debate ya estábamos informando de la investigación de la Unidad Central Operativa (UCO) de la filtración a la Prensa de los datos confidenciales de Alberto González Amador que según esta Policía Judicial fue «supuestamente realizada» por la Fiscalía General del Estado a partir de las informaciones que le había facilitado la fiscal jefe provincial de Madrid, Pilar Rodríguez, que se mensajeaba con Álvaro García Ortiz textos como «Jefe, a tu disposición». En manos así está la Fiscalía.
En un país normal, un informe así se llevaría por delante a cualquiera. Pero en España hemos entrado en una fase en la que da igual lo que digan los jueces instructores. El fiscal general del Estado está imputado y ni ha dimitido ni piensa hacerlo. Y la negativa a hacerlo está llena de lógica. Porque igual que él está siendo investigado podría llegar a estarlo el presidente del Gobierno. Y si dimitiera el jefe de la Fiscalía porque es investigado, el jefe superior de la Fiscalía —según propia descripción— tendría que hacerlo también si es imputado. Así que García Ortiz se mantiene en el cargo hasta que sea condenado. Es una forma de ser escudo de Pedro Sánchez. Me recuerda a un dicho popular en tiempos del general Franco. Se decía «Yendo hacia el Pardo y en lo alto de una ermita, hay un cartel que dice maricón el que dimita». Y ya pueden los políticamente correctos mentarme a toda mi parentela que me da igual. Decirse, se decía. Estaría bien, mal o regular. Pero se decía. Y ese principio tuvo notables excepciones, también quiero decirlo, como la de don José Larraz, ministro de Hacienda entre agosto de 1939 y mayo de 1941, que discrepaba con el rumbo que tomó la política económica del régimen y dimitió. Le dijeron que no podía dimitir, pero él no volvió al despacho y con eso resolvió la cuestión.
Y hoy se aplica el mismo principio que con Franco porque hay que proteger al presidente. Da exactamente igual si el fiscal jefe repartió o no datos del acuerdo de conformidad del abogado de González Amador con la Fiscalía. Todo vale para Sánchez en el intento de acabar con la figura de Isabel Díaz Ayuso.
Sánchez va a hacer lo que sea con tal de terminar sus tres años de mandato. Y eso incluye saltarse la Ley. Él cree que impunemente. Pero no ha logrado tomar el control de la judicatura. Y esa y la Corona son nuestras últimas barreras de contención.