… Y +
Gabriel Albiac (R) En el aburrido bodrio de desagravio sevillano en honor del Caudillo y de su emprendedora esposa, apuntó, pese a todo, un momento divertido. Y una secuela más divertida aún, cuando la entrometida cónyuge del gurú Iglesias, se lanzó en cuerpo y alma a una refriega a la cual ninguna de sus hermanas socialistas la había invitado.
La cosa es que las viejas –o sea, de mi generación– feministas del PSOE andaban furibundas con la homologación victimaria de una confusa amalgama catalogada como primordial sujeto histórico de nuestro tiempo, bajo las siglas «LGTBIQ+». El tal abracadabra determinaría, como sujeto político idéntico en sus comunes intereses, a la agrupación de «lesbianas», «gays» (anglicismo usual), transexuales, bisexuales, intersexuales, «queers» (anglicismo de más reciente factura, que equivale a algo así como «chocante» o «escandaloso» o «bizarro»)… y más.
En un poco habitual arrebato de sensatez, las «viejas» han suprimido del colectivo sacrificial los dos últimos caracteres tipográficos: «Q» y «+». Igual hubieran podido suprimir el resto. Pero, allá ellas a la hora de inventar identidades. Allá ellas, y allá sus colegas del oratorio «Irene Montero», cuya cólera se ha disparado, de inmediato, a las más altas cumbres de la furia. En fulminación lanzada por la suma sacerdotisa de la secta, «esto del PSOE no es feminismo clásico es transfobia». Porque, como es bien sabido por todo el que no sea un facha miserable, «las mujeres trans son mujeres, tengan pene o tengan vagina».
No tomemos demasiado en cuenta la elemental transgresión lógica que consiste en incluir en la definición lo definido: «las mujeres trans son mujeres» sería, en el mejor de los casos una tautología del tipo «a es a». La expresión «mujer trans» como sujeto del enunciado presupone su predicado, «mujer», como un forzoso pleonasmo. Para poder ser marcada como verdadera o falsa, la frase habría de construirse con sujeto y predicado diferentes; en este caso: «los (o las) trans son mujeres». Y, a partir de ese punto, la complejidad del problema pasaría a desplazar la infantil niñería de decir, con los terraplanistas, que «un planeta plano es un planeta»; o que «un triángulo pentagonal es un triángulo. Tengan pene o tengan vagina», por supuesto
Pero allá viejas y neos con debates que hubieran regocijado al más decadente Bizancio. Dejemos, por un momento, de lado el significado de las iniciales superpuestas. Lo verdaderamente maravilloso es que, tras los veinticinco siglos transcurridos desde que Aristóteles asentara las bases de la lógica formal, haya gente –y no poca– que acepte introducir en una definición la marca de una indefinición abierta: «y +». Y más… ¿qué? ¿Introduciremos en la identidad de los nuevos sujetos transformadores a los tornillos de acero inoxidable? ¿O a las fundas de plexiglás para teléfonos móviles? ¿O al verde y navideño acebo que tanto nos alegra el fin de año? ¿O a los astros legendarios de la galaxia Rigel? Todos ellos son «+»: más de lo que hasta ahora habíamos incluido. Todos ellos y una infinitud de posibilidades indefinidas. Un definición que nunca acaba, no es una definición. Es un juego de espiritismo.
A ese modo de agrupar elementos ignorados, bajo el poder de una invocación verbal que finge conjurarlos a la vida, llamamos magia. Pero la gran sacerdotisa prefiere, en su sabiduría, darle por nombre «política». Revolucionaria, incluso. A Harry Potter le hubiera encantado. Y a las brujas y brujos, mosconenando sobre sus escobas. No tanta gracia le hubiera hecho al sobrio pensador que dictamina: «determinatio negatio est». Pero eso era en otro tiempo. Ahora, toca hechicería.