Martes negro
Me repugna el primer martes de septiembre. Eso significa que reaparecen los bárbaros y su hervidero de lanzas para perforar a un pobre toro, el triste epitafio de la exaltación de la crueldad bajo el amparo de las costumbres raciales y patrias. Eso significa que otro año la brutalidad salpica nuestra cordura. Que la crueldad más extrema, aquella que se ensaña con el más débil, muestra su faz más sanguinaria e irracional. Que llega, pues, ese martes negro en que un pobre toro es torturado lenta y atrozmente por una cuadrilla de desalmados en la Villa y Tierra de Tordesillas, en nombre de la Virgen de la Peña.
¡Cuánta impotencia siento al saber que poco se va a poder hacer! Y ahora, en el mismo tiempo en que escribo estas líneas, llega hasta mí la soledad y las lágrimas de ese animal incapaz de entender lo que le sucederá. El toro, como cada martes negro, será conducido hasta el puente, cegado por la confusión y el miedo. Al otro lado del puente, en la Vega, le esperarán centenares de caballistas y mozos, cafres al por mayor, con su odio enfermizo, provistos de lanzas que no pararán de clavarle hasta matarle. El toro agujereado sin remisión, con lanzas colgando de sus costados, lanceado una vez tras otra, derramando su sangre a borbotones, acabará languideciendo, vencido, humillado y torturado en el suelo esperando su muerte. Una muerte que seguro no entenderá, incapaz de imaginar qué argucia del destino se esconde detrás de su infortunio. Tras varios minutos de agonía y sufrimiento, uno de los mozos le dará el lanzazo mortal y el Ayuntamiento, haciendo gala de su analfabetismo funcional y moral, le otorgará una insignia de oro y una lanza de hierro forjado.
Poco importa, pues, que su origen se remonte al siglo XVI. Que sea el único que conserve la suerte de la lanzada, introducida por los árabes durante la invasión y dominio musulmán. Poco importa que el Ayuntamiento lo disfrace de Fiesta de interés cultural nacional, que se trate de una tradición que genera centenares de miles de euros para el pueblo. ¿No era también tradicional durante la Edad Media el derecho de pernada que ejercían los nobles para desvirgar a la recién casada? Por suerte, se han descubierto demasiadas cosas desde los años de Pedro I el Cruel. En Tordesillas, en cambio, no han querido evolucionar. Se vanaglorian de su patología enfermiza, aportando a la cultura y al patrimonio emocional de la sociedad una Escuela de Lanceros. A la cual asisten niños y cuyos padres se jactan de transmitir los valores psicopáticos que recibirán esas nuevas generaciones, porque piensan que sin raíces no son nada, sin ni siquiera imaginarse que esas raíces no son más que el preludio de un cementerio de chatarra. Almas incapaces de amar, de sentir piedad, de experimentar la empatía hacia el más débil.
Con todo cabría preguntarse si somos la otrora Sefarad candidatos exclusivos a un experimento sociológico de la maldad. Sinceramente, no creo que tengamos un gen exclusivo de la barbarie. En ese caso seríamos una nación cuyo estudio antropológico rompería moldes. Está claro que en España se siguen celebrando Toros de la Vega, torturas en Coria y otras salvajadas dignas de la estupidez y el salvajismo del Cromagnon. Pero en Inglaterra, por ejemplo, estos festejos de sangre eran frecuentes durante siglos.
¿No lo consideraban también una tradición? Indudablemente. Pero supieron generar un debate ético y conservar aquellas tradiciones que no suponían la tortura de un ser vivo, a imagen y semejanza de la Ilustración. La violencia y la perversidad, por lo tanto, no se pueden disfrazar de tradición. Por consiguiente, si estos hijos del Duero quieren divertirse, ¿por qué no imitan a Tarazona? Un pueblo donde sustituyeron la tradición de soltar a un preso al que los mozos arrojaban pedradas y cuchilladas en su huida por un muñeco de trapo al que ahora arrojan chocolatinas. O tal vez deberían tomar ejemplo de los habitantes de Manganeses de la Polvorosa cuyo lanzamiento de una cabra del campanario de la iglesia fue una de las cacicadas más bochornosas de la historia de este país que afortunadamente fue abolida para mayor gloria del municipio. No nos engañemos. En una sociedad con una amplia oferta de entretenimiento, ¿qué sentido tiene divertirse con estas salvajadas y qué valores nos aportan?
Sin embargo, es triste tener que rebatir continuamente la sempiterna falacia de que el toro no sufre. El axioma del terrible sufrimiento psíquico y físico que padece cualquier mamífero, cuyo sistema nervioso complejo y su umbral de dolor es similar al de los humanos, no requeriría ni un minuto de dedicación. Sin embargo, sólo la miopía intelectual, y haberla la hay en todos los extremos ideológicos, puede afirmar que un toro no sufre hasta el tuétano cuando se le clavan banderillas en el lomo, se le ensoga hasta oprimirle, se le ponen bolas de fuego hasta dejarle, en muchas ocasiones, ciego, se le clava una lanza hasta alcanzar el pulmón para desangrarlo lentamente o le gritan energúmenos que disfrutan con su dolor y su muerte. ¿Quién puede negar, a la sazón, que son miles los toros torturados hasta morir y cientos los caballos atrozmente mutilados en el mayor tejido de crueldad jamás fomentado en un ámbito cultural? Sin duda la propaganda taurina, financiada con el dinero de los contribuyentes.
Pero no. Sacamos pecho de este ritual anacrónico y consideramos una kermés autóctona el que centenares de jóvenes corran por las calles de un pueblo, gritando cual marabunta salvaje, aplaudiendo, vitoreando, aterrorizando y torturando a un pobre animal, incapaz de discernir qué le está ocurriendo. Una villa que, incapaz de reivindicar su distinción como villa plagada de riqueza, de una belleza histórica y de una monumentalidad envidiosa, opta por seguir siendo luctuosamente famosa por esa borrachera de sangre y dolor que le acerca más a primitivas civilizaciones que a una sociedad moderna. Pero no me extraña. La delgada línea que separa el ingenio del ridículo no lo es tanto como la que discurre entre la ilustración y el provincianismo. ¿O tal vez tenía razón Antonio Machado en su famoso poema sobre el Río Duero y se refería a Tordesillas cuando decía que la ciudad indiferente o cobarde vuelve la espalda y no quiere ver en su espejo su muralla desdentada? ¿Se refería quizás a su indigencia intelectual y a su falta de sensibilidad con el que es diferente?
Se pueden aportar tantas razones, en esta sociedad sin razonamientos y mucho estómago, como doctores tiene la Iglesia Católica. Iglesia que, por cierto, condenó la tauromaquia, como quedó patente en la Bula De Salutis Gregis Dominici promulgada el 1 de noviembre de 1567 por Pío V. Sin embargo, con la voz ya seca de tantos argumentos y tanto grito estéril, este país sufre una espinosa patología en relación con sus costumbres taurófilas. Es como una lacra putrefacta e insalvable, una neurona cerebral del primitivismo más atroz, aquel que lleva a cierta turba a creer que tienen que triturar a un pobre toro a lanzadas para ser más hombres. Miserables con atuendo de falsa hombría. Tenía razón el premio Nobel y padre moderno de la Etología, Konrad Lorenz, cuando afirmaba haber encontrado el eslabón perdido entre los animales y el Homo Sapiens. Él no lo sabía, pero estaba pensando en Tordesillas.