De Pyongyang a El Aaiún
Recientemente se clausuraba la Cumbre de la OTAN en Lisboa con una propuesta histórica: la invitación formal a Rusia, heredera de la extinta Unión Soviética, para que entrase a formar parte de la Alianza. Así, el viejo enemigo se convierte ahora en aliado para afrontar los nuevos retos en materia de defensa que plantea este, todavía joven, siglo XXI.
Sería deseable que dichos retos no existiesen, pero existen, y van mucho más allá del terrorismo islamista y de la amenaza que puedan representar para Occidente un puñado de andrajosos fanáticos ocultos en los lejanos desiertos de Afganistán.
En los últimos años, Estados Unidos ha perdido la perspectiva geoestratégica de la que había hecho gala en otras épocas. Demasiado influenciado por el poderoso lobby judío, la primera potencia mundial ha dedicado mucho tiempo y esfuerzos diplomáticos en apoyar incondicionalmente a Israel en Oriente Próximo, y ha descuidado otros frentes en el Lejano Oriente. Si cabe, aun más peligrosos que el de Irán.
Pocos días antes de celebrarse la reunión de la OTAN, se clausuraba otra cumbre, esta vez la del G-20, que plasmaba con inquietante realismo el enfrentamiento, de momento circunscrito al ámbito diplomático, entre Estados Unidos y China a propósito de la llamada ‘guerra de divisas’.
Estados Unidos cometió un error de bulto hace dos décadas, coincidiendo con la desintegración de la Unión Soviética, apadrinando al régimen comunista chino, aún más totalitario y peligroso para Occidente que el soviético.
Los primeros cañonazos en el mar Amarillo disparados por las baterías norcoreanas contra sus vecinos del sur, debemos interpretarlos como un aldabonazo de alarma. Una nítida advertencia del régimen comunista chino a Estados Unidos y a sus aliados, entre los que ya podemos, y debemos, incluir a Rusia, parte incuestionable de Europa.
El régimen chino, a través de su ‘satélite’ norcoreano, ha advertido una vez más de que va por libre y que no piensa tolerar que la Alianza lleve sus avanzadillas hasta su frontera con la Rusia asiática. Los chinos ya se han convertido en una gran potencia económica y militar, y su Ejército, que supera en efectivos al de Estados Unidos, cuenta también con armamento nuclear.
Corea del Norte es un ‘Estado delincuente’ (Rogue State) según la gráfica catalogación norteamericana de países considerados enemigos. Pero Corea del Norte es un aliado de China. No se puede hacer la guerra a Pyongyang, sin hacérsela también a Pekín. Teniendo en cuenta que es uno de los países más pobres del mundo, no hace falta ser un lince en política internacional, para deducir que el régimen comunista norcoreano está sustentado por el régimen comunista-capitalista de Pekín. Entonces, ante semejante obviedad, ¿cómo se entiende, o justifica al menos, que Estados Unidos haya actuado como padrino y mecenas de China en los últimos años para, digámoslo así, introducirle en la ‘buena sociedad’ de las naciones capitalistas y democráticas?
La puesta de largo del régimen chino se escenificó bochornosamente durante los JJOO celebrados en Pekín en verano de 2008. El propio ex presidente Bush (padre) hizo un llamamiento a la comunidad internacional, muy alterada en aquellos días a propósito de los derechos humanos violados por los chinos en el Tíbet ocupado, para que no se politizasen los Juegos.
La llamada ‘gran apertura’ a China se inició en 1972 con el viaje del presidente Richard Nixon a Pekín. Viaje que, por cierto, le fue impuesto a Nixon por el ala ‘moderada’ del Partido Republicano, liderada por Nelson Rockefeller y el resto del clan, gobernado aún por David, nieto del legendario patriarca, John Davison, fundador de la Standard Oil (hoy Exxon-Mobil), y principal impulsor de la Reserva Federal en 1914. El bueno de Richard Nixon tuvo que tragarse unos cuantos sapos antes de reunirse con Mao Zedong, después de haber declarado en 1949 que “Mao era un monstruo y que China representaba un peligro para el Mundo Libre”.
El caso fue que, con la guerra de Vietnam en todo su apogeo, y coincidiendo en el tiempo con los bombardeos secretos norteamericanos sobre Laos y Camboya, Estados Unidos combatía al comunismo en toda la península de la antigua Indochina francesa, al tiempo que negociaba con los comunistas chinos, y facilitaba unos generosos créditos para que la Unión Soviética pudiese seguir adelante con su programa espacial. Fondos que, huelga decirlo, los soviéticos desviaron y emplearon en desarrollar su programa de misiles balísticos de largo alcance, y que no fueron incluidos en los acuerdos SALT I sobre limitación de armas estratégicas. Acuerdos que Nixon ‘vendió’ como un gran logro para la paz, pero en cuyos protocolos los soviéticos sólo habían incluido sus obsoletos misiles balísticos de medio alcance.
Así, mientras los soldados norteamericanos luchaban encarnizadamente contra los ‘charlies’ del Vietkong, los siempre bondadosos banqueros de Wall Street abrían sucursales del Chase Manhattan Bank en la Plaza Roja de Moscú, y allanaban el camino para que China pudiese convertirse en una potencia económica que, cuarenta años después, amenaza con arrebatar a los Estados Unidos el liderazgo mundial. Una mala noticia para la democracia y la libertad porque, lo que era malo en 1949, lo sigue siendo en 2010.
Más de 60000 soldados norteamericanos perdieron la vida en Vietnam. La mayoría de ellos, apenas unos muchachos. Los muertos ya no tienen voz para preguntar, pero los que sobrevivieron a aquella contienda sí que la tienen. Algunos de ellos regresaron mutilados de por vida a sus hogares. ¿Cómo se explica a un veterano de Vietnam, que el mismo comunismo al que él combatió hace cuarenta años, era ‘malo’ entonces, pero que ahora es ‘bueno’ en virtud del libre mercado y la máxima de David Rockefeller, según la cual: “Los negocios deben estar por encima de los conflictos entre las naciones”.
En mi opinión, la decencia y el respeto debido a todos los soldados que dieron la vida por su Patria, deben estar por encima de los negocios.
Y lo mismo sirve para los norteamericanos caídos en Vietnam, que para los asesinados en los trenes del Once de Marzo, o para los saharauis masacrados en El Aaiún y que, hasta fechas no muy lejanas, también eran españoles.