Memoria, dignidad y justicia
Andan las esferas mediáticas y políticas enloquecidas con el nuevo comunicado de la ETA, inoculando en la sociedad un sentimiento de alegría exagerado y de final ad aeternum de la banda terrorista. Y es que sólo hay que ver el tono del mensaje de los gudaris para ver que suyo es el lenguaje, suya es la escenografía y, lo que es peor, que suyos son los tiempos.
En primer lugar, con el aquelarre de la conferencia de la infamia por bandera, con Kofi Annan y sus hermanos mártires viniendo a cobrar millonadas en el Off Broadway del Festival de San Sebastián. Y para terminar, el cortometraje ataviado con el atuendo habitual de la capucha con txapela. Lo de siempre. Y mientras tanto el estado de derecho de mero espectador y rindiendo pleitesía.
Por tanto, el guión no es nada original. No sólo no se disuelve, ni se arrepiente, ni pide perdón, sino que en el colmo de la infamia y la humillación a las víctimas, se vanaglorian de homenajear a los asesinos, conmovidos por la crudeza de la lucha que se ha llevado para siempre a su chupipandi asesina o andan sufriendo por las cárceles. Cárceles donde sufren y hasta se suicidan – Jone Goirizelaia dixit. ¡Qué lástima! No será el caso de Usabiaga, liberado para cuidar a su madre. O de José Luís Álvarez Santacristina, alias Txelis. O de la Tigresa, redimida para cuidar perritos en una cárcel de cinco estrellas. O de De Juana Chaos, huido de la justicia y que conmovió a la jauría con su falsa huelga de hambre.
¿Cabe mayor indignidad? Está claro que el lenguaje orwelliano no puede ser más evidente. Quieren que olvidemos, que comulguemos con las ruedas de molino de que a la ETA buena hay que condonarles el pasado, que debemos olvidar los trescientos crímenes que todavía están por esclarecer. Sin embargo, algunos nos negamos a olvidar. Aunque sólo sea por el pequeñísimo detalle de que las víctimas del terrorismo no son cifras en medio de obituarios destinados a los libros de historia. Las víctimas tenían rostro, sonrisa, miradas y proyectos. Eran padres y hermanos. Civiles y militares. Políticos y ciudadanos. Hijos o abuelos. Eran de los nuestros y por eso les mataron.
Y para que no recordemos resulta de vital importancia sumergirnos en una amnesia y, por tanto, embaucarnos en una fiesta con tonadilleras, amenizada con los coros y danzas del pesebre patrio. Una fiesta excesivamente cara y que además ni se sabe quién la ha pagado. Todo para que olvidemos aquel maldito 17 de octubre de 1991, uno de los días más infectos de esta nación, o lo que quede de ella. Ese día en que una niña de trece años, Irene Villa y su madre, María Jesús González, sobrevivieron con graves amputaciones a un coche bomba. Irene perdió las piernas y tres dedos de una mano. Su madre perdió una pierna y un brazo. ¿El pecado de María Jesús González? Ser una enemiga opresora de los vascos, trabajando de funcionaria en la policía, motivo más que suficiente para colocarle una bomba lapa en su coche. Y atentado del que no se arrepienten. No en vano, la fecha elegida para la mal llamada conferencia de Paz fue el vigésimo aniversario de semejante afrenta.
Quieren que olvidemos y para ello pervierten el lenguaje, pero algunos no podemos dejar de llorar pensando en las veinticinco vidas que De Juana Chaos y Troitiño sesgaron al filo de las ocho de la mañana de aquel 14 de julio de 1986 en la Plaza de la República Dominicana de Madrid. Quieren que miremos hacia el futuro, pero algunos no podemos dejar de pensar en las víctimas inocentes de la casa cuartel de Vic, donde murieron nueve personas, cuatro de ellas niños. Ni tampoco podemos borrar de la memoria al matrimonio Jiménez Becerril, ni al doctor Muñoz Cariñanos, ni a Fernando Múgica. Ni a las veintiuna víctimas de Hipercor, cuya herida me acompañó durante mi infancia. Ni a Fernando Buesa y su escolta Jorge Díaz. Ni a Gregorio Ordóñez. Ni a Ángel Alcaraz y sus hijas. Ni a tantos otros. Tantos como 857.
Quieren que cerremos los ojos, y que olvidemos el Caso Faisán y el chivatazo a la ETA. Quieren que no hagamos memoria del porqué de la destitución de Fungairiño, bastión de la lucha antiterrorista. Todo porque no interesaba que siguiera deteniendo terroristas con firmeza, era indispensable para el proceso.
Quieren que olvidemos los 300.000 exiliados y los más de 10.000 heridos. Quieren que no escarbemos más en las cloacas de Interior para que no seamos partícipes del apaño al que se ha llegado con los asesinos, negociando con la sangre de tantos inocentes.
Quieren que no molestemos, envueltos en el espíritu de las falacias y de la amnesia colectiva.
Quieren que arrinconemos en los anales de una funesta historia, que tanto les incomoda, ese 4 de agosto de 2002, el día en que asesinaron a Silvia, la hija de Toñi Santiago en Santa Pola. Quieren que olvidemos y que no levantemos la voz ni denunciemos que se haya construido una cárcel de lujo en Nanclares de Oca para que allí vayan los terroristas más sanguinarios. Y así lo quieren porque esa es la política que ha defendido con uñas y dientes el lehendakari López, el acercamiento de presos. O las confesadas comidas de Josu Ternera con Txusito Eguiguren, presidente del Partido Socialista del País Vasco, condenado firmemente por maltrato a su ex pareja -con el silencio infecto de las feministas del PSOE-. Tal vez entre gamba y gamba hablaran de las víctimas que ideó Ternera en la casa cuartel de Zaragoza, antes de convertirse en presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo, cuyo quehacer ya era más que suficiente para cerrar semejante órgano. Pero no nos engañan. Porque parafraseando a Goebbels, son muchos años de mentiras como herramienta política cotidiana. Y pese a tanto desprecio a las víctimas quieren que nos callemos. Pero algunos nos negamos a hacerlo.
Y nos negamos porque el gobierno de la nación ha mendigado un pacto con una organización terrorista como ETA para que deje de perpetrar atentados. Ha buscado la rendición del Estado de derecho, obviando aquello que decía Winston Churchill de que si la guerra es una invención de la mente humana la mente humana también puede inventar la paz. Y no puede haber una paz sin honor.
Y no puede haber una paz sin justicia, sin vencedores y vencidos. Eso es lo que quieren, que olvidemos, que enterremos el pasado, que hagamos una omertá emocional y que banalicemos el mal, como bien expresó la escritora judía Hannah Arendt. Banalizar ese mal es precisamente pulverizar la memoria de los 857 fallecidos víctimas de su totalitarismo, su fanatismo y su esquizofrenia ideológica. Es banalizar la muerte de Miguel Ángel Blanco o los 532 días que estuvo José Antonio Ortega Lara en un zulo al borde de la muerte. Admitir ese comunicado es banalizar la sangre de tantas personas que reclaman y se merecen justicia con mayúsculas.
¿Qué es lo que esperan? ¿Que nos callemos, qué miremos hacia otro lado, qué claudiquemos, qué traguemos sin rechistar con el mantra de los asesinos, qué lo asumamos como una cosa normal? Se empieza banalizando las palabras y se acaba de rodillas ante unos asesinos festejando, además, que dejen la violencia sin pedir perdón a las víctimas. Lo peor me temo es que a la gente le encanta que le engañen. Ese es el leitmotiv de la telebasura. Me temo que el lenguaje y la estética también pueden ser un arma de difícil remedio, casi tan dañina como las pistolas. Unas pistolas que se han negado a entregar.