La macabra exhibición del cuerpo putrefacto de Gadafi entusiasma a la población libia
Misrata exhibe los trofeos, los triunfos de una revolución ganada sobre la sangre de los muertos. La ciudad que Gadafí asedió durante tres meses, donde más cruenta se hizo la lucha, clama venganza y no entiende que “el monstruo que nos aterrorizó durante 42 años se merezca otro final”. Ahmed Nadhi lo tiene muy claro. Es profesor de inglés, de 50 años de edad, y “toda mi vida la he pasado sometida a los delirios de un hombre sin juicio, un criminal que no se merece otra cosa que se lo coman los perros”. Nadhi hizo ayer dos horas de cola para ver el cadáver de Muamar el Gadafi, de su hijo Mutasim y del que fue ministro de Defensa Abu Bakr Yunis. “Viéndolos sé que hemos salido del infierno”.
Los tres cuerpos permanecen en un almacén frigorífico, en un mercado de abastos, a las afueras de Misrata y nadie entre los que los custodiaban, sabía qué se va a hacer con ellos. Una cosa, sin embargo, parece muy clara: “Se hará lo que quiera la gente de Misrata –manifestó uno de los jefes del comando de guardia que prefirió no dar su nombre–. No atenderemos las presiones del Consejo Nacional de Transición si van en contra de nuestra voluntad”.
Esta desconfianza alienta la rivalidad entre ciudades y tribus de cara al nuevo reparto de poder que se está cocinando en Trípoli y Bengasi. Las llamadas a la unidad de la nación libia caen en el pozo sin fondo de quién puso más muertos para acabar con Gadafi. Misrata es un buen ejemplo de esta pugna y de las enormes dificultades del futuro inmediato. No sólo porque Saif el Islam, el heredero de la dictadura, sigue huido con un grupo de combatientes, sino porque cada cuidad, cada pueblo, está lleno de milicias. Sólo en Trípoli hay contadas 28, cada una con un jefe, todas bien armadas.
Durante los ocho meses de revolución muchas han sido las voces que se alzaron –sobre todo en Europa– para pedir una salida negociada, pero, al final, ha prevalecido la solución militar y la paz que ayer se saboreaba en Misrata y que también es palpable en Trípoli es alegre, con un regusto a odio y abatimiento. “Es lógico”, considera el doctor Jalid Yeuaui, plantado frente a la gran águila que Gadafi tenía en su base de Bab al Aziziya, en Trípoli, y que ahora está en el centro de Misrata, junto a la famosa escultura del puño dorado aplastando a un caza estadounidense. “Mire estos trofeos –añade–, la gente está orgullosa de verlos aquí, en esta calle, la calle Trípoli, totalmente destruida por los duros combates de marzo, abril y mayo. Los necesitan para que la vida cotidiana vuelva a funcionar. No se vuelve de la oscuridad así como así”. A este museo, completo con los proyectiles gadafistas que han reunido los vecinos, se acerca un grupo de escolares, niños entre seis y doce años, de la escuela Tahrir, dirigidos por su maestro, el señor Ahmed Nihad Fidan, que les canta una canción con las frases más divertidas de las arengas de Gadafi. “Acabamos de rebautizar el colegio. Tahrir (Liberación) es un buen nombre. He traído a los niños porque no quiero que olviden nunca lo criminal que era Gadafi.”
Unas mil personas murieron y otras mil desaparecieron durante los tres meses de asedio que sufrió Misrata. La tercera ciudad de Libia estuvo aislada del exterior durante siete semanas. La batalla por su liberación, de febrero a mayo, ha sido la más dura, la que está en boca de todos.
En el mercado de abastos hay algunos padres con sus hijos y personas como el médico Abdul Rahman Zuaui que insisten en que “somos gente amable a pesar de este espectáculo. Pero han de entender que las circunstancias nos han obligado a cometer crímenes para poder hacer el bien.
La razón estaba de nuestra parte y por eso no temíamos a la muerte, ni a la derrota. Creo que debería ser obligatorio ver estos cadáveres. Me siento aliviado”.
Nadie en Misrata opina que Gadafi se merecía un juicio, ni un final diferente. “No hay mejor justicia que esta”, afirma Abdel Rahman Muftah, que sale del almacén frigorífico con el puño en alto, gritando “¡Alá es grande!”. Su hijo de 13 años está a su lado, sonríe al ver a su padre feliz pero no abre la boca.
La gente sale revigorizada del almacén. Entran expectantes, muchos con el móvil a punto para fotografiar y filmar. La cola es estricta. Hay empujones en el tramo final. Sólo pueden saltársela los mutilados de guerra y la tripulación de un avión de pasajeros, azafatas incluidas, todos de uniforme azul, ellas muy maquilladas, que salen tapándose la boca con la mano.
No habían visto al voluntario que reparte mascarillas, aunque huele más afuera que adentro. La puerta de la cámara está abierta, Hay dos lámparas fluorescentes en el techo. Cuesta acostumbrarse a la poca luz. Unos milicianos, con uniforme de fatiga, guían el tráfico alrededor de los cuerpos.
Los tres están sucios, a ras de suelo. El primero, el más cercano a la puerta, es el de Mutasim. Ha sido tapado con dos mantas, una marrón y otra verde, atadas a los tobillos con un cable de plástico. Sólo se le ven los dedos del pie izquierdo y la cara, ladeada hacia la izquierda, apuntando a la puerta. Los ojos están abiertos y también la boca, congelados en un pasmo de incredulidad. La manta marrón le cubre las heridas en el cuello y la mandíbula que le causaron la muerte.
A Mutasim, que fue consejero de seguridad, un personaje temido por todo el mundo, se le ve en un vídeo antes de morir. Está sentado sobre un colchón, en el suelo de una habitación, en camiseta. Fuma y bebe agua de una botella. Un hombre le pide que diga “Alá es el más grande” y que lo repita, y entonces la grabación se corta y lo siguiente que se ve es que está muerto. El viernes fue expuesto en una casa particular de Misrata. Ayer lo llevaron al mercado y lo colocaron junto a su padre y Abu Bakr Yunis.
El cuerpo de Abu Bakr yace entre Mutasim y Gadafi, sobre una camilla, cubierto hasta medio pecho por una sábana blanca. Una venda le sujeta la mandíbula. Tiene un tiro en el pecho, sobre el esternón, negro de pólvora, señal de que fue a bocajarro.
Los ojos de Gadafi permanecen cerrados, igual que los Abu Bakr. También han cubierto su cadáver con una manta, que es negra, de pelo largo, con grandes flores blancas. Un plástico transparente protege de las secreciones del cuerpo a un viejo colchón dorado que brilla sobre el suelo blanco, mate, sucio de tantas pisadas. La cara también está ladeada hacia la izquierda. No se puede ver el tiro que lo mató. También han ocultado los disparos en el abdomen y le estómago.
Fathi Bashagha, portavoz del Consejo Militar de Misrata, asegura que cuatro equipos de médicos han examinado el cadáver de Gadafi y que no se van a hacer más autopsias. “No son necesarias –afirma–. Nosotros ya sabemos cómo murió y eso basta”. La petición de la ONU de que se examine el cuerpo no tiene futuro. La muerte está en él muy bien asentada.