Ser o no ser
A menudo –y más en estos días aciagos- leo y oigo consejas como éstas: “Lo que los mercados nos están diciendo…”, “Los mercados quieren…”, “Debemos escuchar a los mercados”, etc., etc. Y yo me pregunto: ¿los mercados hablan? Y me contesto: “Los mercados hablan igual que habla Dios, a través de sus sacerdotes, sus gurús o sus oráculos”.
¿Y qué nos dicen estos clérigos? Lo mismo que ya predicaban hace tiempo los inolvidables Margaret Thatcher y Ronald Reagan, a saber: que hay que bajar sueldos e impuestos, adelgazar el Estado, eliminar el despilfarro social, es decir, bajar las pensiones y, si se puede, mejor acabar con el Estado de bienestar. También es necesario privatizarlo todo, desde luego, las empresas públicas, pero también los hospitales y hasta el Metro, las universidades y los parvularios, las televisiones públicas y la telefonía. Todo eso decían y hacían Thatcher y Reagan, dos políticos que dejaron a sus países en peores condiciones de las que existían cuando ellos llegaron. La primera destruyendo estructuras sociales y no sociales (por ejemplo, dejó los ferrocarriles británicos hechos unos zorros) y el segundo (adalid del neoliberalismo) acumuló más déficits públicos que todos sus antecesores juntos. Porque ésa es otra: practican la austeridad gastando como manirrotos.
Y ahora, otra vez, vuelve a ser necesario quemar en plaza pública a los rojos (si es que queda alguno), a Beveridge y a Keynes… y sálvese quien pueda, que el Dios del Mercado sabrá escoger a los buenos. En fin, que es urgente acabar con todos los controles que atenazan al capitalismo y no lo dejan esponjarse.
¿Y no eran éstos los que querían refundar el capitalismo?
Mas los mercados no sólo hablan como dioses, también actúan como ellos. Provocan tsunamis, arrojan lava, contaminan la atmósfera y sus terremotos se llevan por delante al más pintado… y no hay nada que hacer, pues sus designios son inescrutables.
De nada vale rebelarse contra la inevitable. Los dioses –ya es sabido- siempre tienen sed de sangre.
Y llegados a este punto, no hay más remedio que volar hacia Dinamarca, que es donde mejor se ha planteado el “Ser o no ser”, aunque en nuestro caso se trate de la supervivencia de un modelo de sociedad que los europeos creíamos que era bueno. Tendremos pues que volver a preguntarnos: ¿qué es más honorable para el espíritu: sufrir el maltrato de la caprichosa fortuna o tomar las armas contra ese piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas? ¿Dejarnos morir? Morir… dormir, tal vez soñar… así empresas de mayores alientos e importancia tuercen su curso y dejan de tener nombre de acción.
Hermosas palabras estas últimas, ¿no es cierto? Pero no son mías, se las he tomado prestadas a un cómico británico del siglo XVI que sabía bastante más del alma humana que el mismísimo Sigmund Freud.
Volvamos, pues, a lo que nos piden los mercados, es decir, retornemos al “piélagos de calamidades” que nos anuncian si no seguimos sus designios. Para comenzar, sepamos qué nos gritan a propósito de las pensiones públicas. Nos dicen que es preciso exigir más tiempo de cotización para poder cobrarlas, alargar la vida laboral y moderar su futura evolución. ¿Por qué? Porque el envejecimiento de la población así lo exige y, además, porque el que quiera más peces, que se moje el culo, es decir, que suscriba pensiones privadas
Está bien, pues intentemos ver el ser o no ser de las pensiones futuras con algún detenimiento, comenzando por los efectos de las pensiones privadas y, después, los de la inexorable Demografía.
Ya en los años ochenta un gurú financiero, para más señas hermano del actual Presidente chileno, anduvo por España predicando (y con éxito) la bondad de las “pensiones complementarias”. Ideas que el Gobierno de entonces acogió con calor, comprando esa moto y dotando a los mentados fondos de unas exenciones fiscales nada desdeñables.
Éste ha sido uno de los engaños mejor urdidos de los que se tiene memoria. Vayan para demostrarlo las siguientes pruebas:
1ª.- Si te jubilas y te dispones a cobrar tu pensión privada por cuenta de los Fondos ésos, se te dirá –y por tu bien- que mejor renuncias a tu mensualidad, sacas el fondo acumulado, devuelves a Hacienda lo que te perdonó y te lo gastas o lo inviertes, porque si escoges la mensualidad perderás dinero. Y quien así te aconseja no te engaña. Basta con hacer bien las cuentas para demostrarlo.
2ª.- Si uno suscribe, por ejemplo, un seguro de vida… lo puede rescatar y así recobrar el dinero invertido, pero los Fondos de pensiones no se pueden rescatar. Para cobrarlos es preciso demostrar que te has jubilado. A los suscriptores de los fondos no les interesa esa cláusula y a la Seguridad Social menos, entonces, ¿por qué se puso en la Ley? Porque los únicos interesados en esta incomprensible norma son los bancos. Es la verdad, ellos son únicos beneficiarios de este ahorro incentivado fiscalmente.
3ª.- Para más inri, esos fondos de pensiones están –como es lógico- sujetos a los vaivenes bursátiles y el titular del fondo puede verse desposeído de su dinero en una de esas ventoleras que arrasan las bolsas y te dejan con lo puesto. Así les ha ocurrido a muchos durante la presente crisis.
Mas, sea como sea, esta avalancha de ahora contra las pensiones públicas sigue con los dos leit motiv de siempre: sostenibilidad (palabra que significa aquí y ahora bajar las pensiones y nada más) y los problemas demográficos futuros.
Vayamos a estos últimos sabiendo que van a existir, pero no pasado mañana. Para ello plantearé algunas preguntas acerca de nuestro futuro, con un horizonte temporal cuyo final ya no veré, pero mis hijos sí. Me refiero al año 2050, y más concretamente –por razones técnicas con las cuales no aburriré- ese horizonte se termina el 1 de enero de 2049.
¿Cuántos habitantes tendrá España en esa fecha?
Según las proyecciones realizadas recientemente por el INE, bajo hipótesis muy razonables: leve y persistente subida de la fecundidad, caída de la mortalidad (esperanza de vida al final del periodo de 84,3 años en los varones y 89,9 en las mujeres) y saldo migratorio moderado (90.000 entradas netas anuales), el resultado es el siguiente: en España el 1 de enero de 2049 habrá 47.967.00 habitantes, es decir, en números redondos, 48 millones de personas, de las cuales el 32%, es decir, casi un tercio, habrá cumplido los 65 años. Que un tercio de la población española llegue a ser –según los parámetros hoy en uso- “jubilable” resulta preocupante, pero si calculamos cuántos potencialmente activos (población de 20 a 64 años) habrá por cada “jubilable”, la cosa se complica más. Veámoslo: el 1 de enero de 2009 había 6 potencialmente activos por cada “jubilable”; en 2049 serán 3,1.
Se me podrá decir que si las hipótesis del INE se cambian, también variarán los resultados… y es cierto, pero no tanto. Veamos: supongamos que la fecundidad sube más que lo imaginado por el INE. Concretamente hasta llegar a 2,1 hijos por mujer en 2048. Pues bien, el índice de envejecimiento bajaría del 32 al 30% y el número de “activos” por “jubilable” pasaría de 3,1 a 3,3. ¿Y si multiplicamos por 2 el saldo migratorio? Pues el envejecimiento bajaría al 29% y el número de “activos” por cada “jubilable” subiría a 3,4.
En conclusión: los cambios demográficos son bastante más inexorables de lo que se suele creer y Europa, con España a la cabeza, debería estar ya preparándose para afrontar ese duro reto. Pero que nos tengamos que plantear ese reto no quiere decir que nos lo planteemos como quieren los banqueros.
La pregunta no es si podremos pagar las pensiones futuras, la pregunta es si querremos pagarlas. En otras palabras: si en 1955 podíamos pagar las pensiones de entonces con –pongamos- el 8% del PIB, ¿estamos dispuestos a aplicar esa proporción sobre el PIB del año 2050? Porque el PIB a largo plazo puede y debe crecer más rápidamente que el envejecimiento y si no ¿para qué sirven las nuevas tecnologías? En otras palabras: el envejecimiento demográfico es una de las variables en juego, pero no es la más relevante; ese papel le corresponde a la productividad del sistema.
Y si la ciudadanía prefiere –como creo- un sistema público de pensiones que asegure una vida adecuada tras la jubilación (“adecuada”, es decir, con unos ingresos no muy diferentes de aquellos que se tenían antes de jubilarse), pues entonces busquemos la financiación… y que los bancos abandonen sus ataques y se dediquen a inventar otros “productos” y, a ser posible, que no sean tóxicos.