Los pechos de Sara
La belleza es muy superior al genio. No necesita explicación”, dijo Oscar Wilde, y viendo esa belleza casi perfecta que exhibe, con calmada naturalidad, la periodista de Telecinco, la malvada ironía de Wilde parece una verdad absoluta. Si, además, esa belleza desbordante que traspasa la pantalla se combina con una profesionalidad rigurosa, la suma resulta magnífica.
La perfección no existe y, además, como dijo Susan Sontag, si existiera sería monstruosa. Pero Sara Carbonero se acerca a ese ideal de perfección física que armoniza los cánones de un tiempo con los estándares de siempre y el resultado es, a todas luces, extraordinario.
Quizás por ello, o quizás porque en nuestras sociedades etéreas, tan faltas de amor, su beso con Iker Casillas subió la “felicidad” de todos nosotros –según aseguran los sociólogos–, lo cierto es que Sara forma parte del alma colectiva, a medio cambio entre lo simbólico y lo tangible. Por supuesto, ello no implica que su vida sea patrimonio ciudadano, ni que todo valga en el todo vale con que tratamos a los personajes populares.
Muy al contrario, algunos de los comentarios que sufrió cuando ejercía su profesión en el Mundial fueron desmedidos y muy soeces. Por ello mismo, no sé si este artículo es pertinente y me acerco a él con las excusas previas porque resulta evidente que nadie es nadie para hablar de las decisiones personales de otros. Sara Carbonero puede hacer con su cuerpo y con su vida lo que le dé la gana, y la sola necesidad de escribir esta frase ya debe ser una impertinencia. Pero en tanto que símbolo, malgré elle même, que proyecta una poderosa imagen, sueño de muchos y mito de muchos más, es difícil sustraerse a la tentación de hablar de la última noticia que ha protagonizado, no en vano si su beso es patrimonio nacional, ¿qué no serán sus pechos? Sara ha pasado por el quirófano para engrandecer su busto, y la noticia ha chispeado en los teletipos como si fuera el rayo que no cesa.
Resumo la reflexión que quería hacer con la reacción de un amigo periodista, sin duda, buen conocedor de la belleza femenina: “¡No, ella no! ¿Por qué?”. Es decir, si Sara, que roza la perfección, cree necesitar la cirugía estética y, por tanto, no se siente suficientemente satisfecha con la generosidad con que la ha tratado la genética, ¿qué pensará el resto de los mortales, especialmente los y las jóvenes que están empezando a aceptar su cuerpo? Me horroriza la dictadura de la belleza y aún más la frivolidad con la que hemos incorporado el bisturí a nuestras vidas. Quizás tenía razón aquel que decía que “la belleza es un defecto con mucha fama”. Pero sobre todo es una virtud con mucho negocio. Y cuando alguien tan bello como Sara cae en la trampa de creer que necesita un cirujano para completar su belleza, la sensación de derrota es intensa. ¿Será que, al final, la perfección es muy frágil?