Colón, ¿polaco?
La nueva biografía de Cristóbal Colón publicada por el portugués Manuel Rosa de Duke University proclama el origen polaco del Almirante. Apriétense los morujos: su padre fue Ladislao III, rey de Polonia y Hungría y paladín del papa Eugenio IV en la Cruzada anti-otomana. La estrepitosa derrota cristiana en la batalla de Varna de 1444 no costó la vida al monarca polaco como venía sosteniendo la ortodoxia historiográfica. La humillación y la deshonra, en cambio, obligarían a Ladislao a ocultar su verdadera identidad y esconderse de por vida en Madeira.
Conocido a partir de entonces como Enrique el Alemán y esposado a una aristócrata portuguesa, daría a luz a Cristóbal quién a lo largo de su vida mantendría el compromiso paterno de no revelar jamás su verdadera identidad, su origen aristócrata y su sangre real. Rosa, que dice llevar veinte años con esta investigación, dice también que solo esta posibilidad explica que tuviera acceso a las más altas instancias de poder de su época y que pasara en tan poco tiempo a ocupar cargos de tal envergadura como el de virrey.
Me parece que eso no es del todo así, que en su época, e incluso antes, se dieron casos de ascenso meteórico en la escala social del prestigio y que eso es precisamente uno de los principales rasgos premonitorios del advenimiento en Europa de la llamada Modernidad. Patina aún más Rosa cuando dice que solo el origen polaco explica el azul de los ojos y el amarillo del pelo de Colón. A Rosa hay que reconocerle el mérito de ubicar todo el asunto del Descubrimiento, su diseño, ejecución y gestión, dentro de los parámetros de la Cruzada. Esa es una necesidad que las mentes más serias y atentas de las dedicadas al estudio de los orígenes de la Monarquía Hispánica y la llamada Historia Atlántica han puesto ya de manifiesto.
Ahora bien, el propósito principal de Rosa (y el de la casa editorial que ha asumido los costes de una inusitada promoción publicitaria) parece ser el de desvelar un gran secreto y sacar de la ignorancia a los descendientes de Colón (a todos nosotros como decía Todorov). No en vano la portada exhibe la acostumbrada promesa de “La historia nunca contada”. Noble propósito sin duda, pero que en lo referente al Almirante comparte con al menos dos estudios más salidos durante este último año. En el febrero pasado la zaragozana Marisa Azuara Alloza anunciaba en la Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis que Colón había nacido en Cerdeña del vientre de una también noble aragonesa. Y en el octubre anterior Estelle Irizarry de Georgetown aseguraba ante una audiencia más amplia (cosas de trabajar en una universidad estadounidense) que ni genovés, ni escocés, ni gallego, ni maño: Colón era catalán y judío…
En todos estos casos la premisa inicial es la insuficiencia de las teorías anteriores sobre el origen de Colón. Ciertamente se trata de un caso problemático pero en manera alguna aislado. El discurso historiográfico, la historia tal como nos la han contado en las escuelas y universidades, está en realidad poblada de convenciones que se han constituido a su vez en axiomas para la construcción de nuevas convenciones. A medida que los consumidores de este tipo de discurso aumentan (y el de Colón es uno de esos episodios cuyo interés y capacidad legitimadora no ha hecho sino crecer con el paso del tiempo) más se aleja también la posibilidad del consenso y de adecuación a un relato de perspectiva única. Pero como decía, esta no es una característica extraña a la disciplina histórica, ni siquiera indeseable; es tan solo incómoda. No solo la continua sucesión de los llamados revisionismos históricos tienen la facultad de remover los cimientos de la disciplina (así como a algunos de los más egregios traseros en sus cátedras).
Más problemáticas aún son las propuestas provenientes de la ficción, de la novela histórica, que con su éxito y difusión ponen de manifiesto la necesidad de nuevos relatos y la habilidad de la imaginación desnuda para competir con la más rigurosa de las metodologías científicas. De hecho, este tipo de novelas no hacen sino llevar un pelín más lejos una de las cualidades básicas del buen historiador: su capacidad de combinar el rigor en el análisis con la imaginación a la hora de dotar la representación de un discurso propio; y ahí seguramente radique el mayor mérito de la modalidad de pensamiento histórico. Eso de aprender del pasado para no repetir errores en el presente o saber de dónde venimos para saber a dónde vamos no parece competencia de la Historia. Esta es una tarea para la que los tradicionales relatos épicos, moralizantes o ejemplares están mucho mejor dotados. La capacidad de la ciencia histórica para dotar de contenido la constitución de las diferentes sociedades no es solo insuficiente; es peligrosa. La misma civilización que inventó, y aun hoy sigue creyendo a pies juntillas en la objetividad proporcionada por la investigación histórica, la ha utilizado para armar las más aberrantes manifestaciones de la humanidad sobre el planeta.
Nacionalismos, supremacismos, racismos, colonialismos, mercadurismos, todos están construidos sobre contenidos proporcionados por reconstrucciones pretendidamente científicas de la historia.
No parece que la legitimidad de la historia esté en proporcionar verdades, ni siquiera contenidos con algo de verdad, sino en ensanchar nuestra capacidad de pensar, de conectar hechos y situaciones en apariencia desconectadas, en conseguir concatenar de manera fructífera el análisis racional con la imaginación y conseguir así dar con soluciones creativas – es decir, totalmente nuevas – a los problemas del ahora. Está bien que Colón sea hoy polaco. Pero, sin duda que mañana Dios dirá.
A. García Espada.
Yo creo que era mallorquín. En sus cartas no hay ni una sóla palabra en polaco o eslavo, es todo puro latín, castellano y algo de mallorquín.
Lo demás son “negocio” puro y duro.
Saludos