Rasputín, el místico depravado
A las doce y media de la noche del 16 de diciembre de 1916, Grigori Yefímomich Rasputín abrió la puerta de su apartamento en la calle Gorojovaya de San Petersburgo, camino de su muerte. La escalera del edificio estaba a oscuras, por lo que se ofreció a guiar en las tinieblas a su acompañante, el príncipe Félix Yusúpov y conde Sumarókov-Elston. Bajaron los escalones cogidos del brazo. Rasputín conocía el camino de memoria, pero Yusúpov pensó para sus adentros que los ojos del campesino veían en la negrura.
Todos los que le conocieron alguna vez coincidían en el extraño carácter de su mirada, en su poder hipnótico, en la turbadora hondura de sus cuencas. En las fotografías que nos han llegado sigue mirando a la posteridad con un estrafalario aire de locura diabólica. Sin embargo, el humor del infortunio no quiso que aquel vidente, al que muchos atribuían poderes sobrehumanos, advirtiera que se encontraba al lado de su asesino.
A aquellas horas no hacía demasiado frío (dos o tres grados) y caía sobre la ciudad una calma, indiferente y muda nevada. Cuando salieron a la calle les esperaba el automóvil del príncipe, conducido por el doctor Lazavert disfrazado de chófer: otro de los conjurados para acabar con la vida del más influyente consejero áulico del país, el individuo al que los zares consideraban un hombre santo y recibían durante horas en el Palacio de Invierno y en su residencia de Tsarkoe Selo, y al que llamaban por lo general Nuestro Amigo, en una clave afectuosa y secreta a la que tan aficionado era el matrimonio de emperadores de todas las Rusias.
La rutina doméstica de la última noche de Rasputín –así como infinidad de pormenores correspondientes a su vida en la corte y a sus actividades– la conocemos al detalle por los testimonios de su criada, de los adeptos de su círculo y de algunos políticos que declararon tiempo después ante las autoridades de la Revolución de Febrero, y que quedaron recogidos en el expediente de la Comisión Extraordinaria para la Investigación de Actos Ilegales por Parte de los Ministros y Otras Personas Responsables del Régimen Zarista, Sección de Instrucción. Dicha comisión quedó abolida por los bolcheviques en octubre de 1917 y el expediente no volvió a ser encontrado hasta 1995, cuando el violonchelista Milan Rostropóvich lo adquirió en pública subasta en Sotheby’s y se lo cedió a su amigo el escritor Edvard Radzinsky, cuyo Rasputín (Los archivos secretos) constituye uno de los más importantes estudios realizados hasta la fecha sobre nuestro personaje.
Aquella noche postrera, Rasputín –también conocido como Grigori, Grishka, Grisha, El Anciano (en el sentido tradicional ruso de llamar ancianos a los hombres santos y sabios) o El Oscuro (en los informes policiales a partir de agosto de 1914)– recibió en casa, entre las diez y las once de la noche, la visita de una de sus frecuentes admiradoras: una “rubia rolliza de unos 25 años”, según confirmaron su sobrina, que estaba alojada por entonces en el apartamento, y el portero del edificio. Estuvo con Rasputín en la célebre habitación del sofá, por donde pasaban las palomas descarriadas, las devotas profesionales, las curiosas de dudosa reputación que siempre revoloteaban alrededor del iluminado.
A las doce de la noche apareció en el apartamento Alexander Protopópov, entonces ministro del Interior, un cargo casi todopoderoso en la Rusia de 1916. Estuvo diez minutos, y Grigori no le dijo que pensaba salir. Protopópov fue uno de los peones decisivos que la casualidad empleó para empujar a Rasputín rumbo a su muerte. El ministro había ordenado que a partir de las diez de la noche desapareciera cada día la vigilancia permanente a la que estaba sometido Rasputín para que no quedase así constancia en ningún informe de sus frecuentes visitas a la casa. Rasputín no lo sabía, de manera que cuando aquella noche última salió a la calle del brazo de Félix Yusúpov estaba convencido de que sus guardianes les seguirían de cerca. Pero lo cierto es que caminaba solo y confiado junto a quien hacía tiempo había organizado una conspiración para matarle.
Los Yusúpov eran la familia más importante de Rusia, después de la real, aunque tanto o más ricos que los propios emperadores. Desde los tiempos de Iván el Terrible contaban con inmensas posesiones de tierras. Más tarde se convirtieron en grandes industriales. Durante trescientos años, los Yusúpov habían significado una suerte de sombra de la familia imperial. Félix Yusúpov estaba casado con la sobrina del zar Alejandro II, la gran duquesa Irina. Aunque llevaba en sus venas la sangre de los belicosos y crueles tártaros, Félix era más bien un pusilánime. Curiosamente, se había negado a prestar el servicio militar porque no quería participar en guerra alguna en la que hubiese de derramar sangre. Durante su juventud, antes de sus intrigas conspiradoras, había llevado la vida de un acaudalado gozador disoluto. De la mano de su hermano mayor, Nicolás (muerto en duelo más tarde a manos del marido de su amante), conoció las voluptuosas noches de San Petersburgo y París, muchas veces disfrazado de mujer, mientras jugaba las suertes ambidextras de la bisexualidad, una afición que mantendría durante toda la vida.
El coche que conducía el doctor Lazavert se detuvo, la noche del 16 de diciembre, en un patio lateral del palacio Yusúpov, situado en el canal del Moïka. Félix e Irina habitaban un ala del edificio y estaban acondicionándola a su gusto. En la rehabilitación del hogar estuvo incluido el uso del sótano como escenario para matar a Rasputín. Era de gruesas paredes y con pequeñas ventanas a la altura del suelo. (Como indica Radzinsky en su estudio, los juegos de espejos de la historia quisieron que el sótano de la casa Ipatiev donde sería asesinada la familia real poco después, en la noche de Ekaterimburgo, fuese estremecedoramente parecido). Se redecoró a la manera clásica de un salón-comedor ruso. Conocemos con minucia los pormenores de la tramoya, descritos por Félix en sus memorias muchos años después, publicadas en París. El techo era abovedado y una arcada dividía las dos partes del sótano: una había sido convertida en un pequeño comedor, y la otra, en un saloncito. Había hornacinas en las paredes con jarrones de porcelana china. Se habían bajado del desván viejas sillas de madera tallada y tapizadas en piel, cálices de marfil, una alacena de la época de Catalina la Grande con incrustaciones de ébano y un laberinto de columnas de bronce y cristal tallado que ocultaban pequeños cajones. Una alfombra persa cubría el suelo, y frente a la alacena se extendía una enorme piel de oso polar. En el centro de la sala estaba la mesa de comedor para los invitados. El sótano comunicaba, mediante una escalera de caracol, con las habitaciones de Félix. A mitad de la escalera estaba la puerta que daba al patio, por la que entraron aquella noche Félix y Rasputín en cuanto el coche se detuvo.
El cebo para atraer a Rasputín hasta aquella madriguera no termina de estar claro, y lo más probable es que contuviese ingredientes muy distintos. Por un lado, se trataba de un halago por ser la invitación de uno de los personajes más poderosos del país. Por otro, según indican observadores tan sagaces y cercanos como el gran duque Nikolái Mijáilovich en su diario, Félix había hecho servir sus encantos eróticos en aquella amistad interesada, y Rasputín no era ajeno a los amores masculinos porque en él se reconciliaban sin estorbos los principios de la masculinidad y la feminidad. Por último, Rasputín ansiaba conocer a la hermosa Irina, ofrecida como cebo por Félix y a quien El Anciano deseaba en la distancia. El ardid requería que Irina fuese tratada de una supuesta dolencia de origen espiritual.
Como veremos, Rasputín expulsaba a menudo el demonio de la lujuria mediante la lujuria misma, interiorizaba el pecado ajeno con la comisión del pecado, para que el arrepentimiento posterior liberara al enfermo y al sanador. Todo parece indicar que, en los últimos tiempos de la conjura, Félix estaba siendo tratado de aquel mal, y que Irina debía ser también curada aquella noche de la perdición de Grigori Yefímovich, el campesino venido de Siberia, quien por aquel entonces, durante el curso de las descomunales borracheras de 1916, se había jactado de tener a Rusia “en la palma de la mano”.
Sin embargo, Irina no estaba aquella noche en el palacio Yusúpov. Aunque había aceptado participar en el compló al comienzo, pronto se arrepintió y suplicó en su correspondencia a su marido que desistiese del asesinato. Permaneció en su residencia de Crimea, aquejada de una crisis de hiperestesia que la mantuvo postrada en la cama con fiebre y cercada de extraños presagios funestos que auguraban guerra, sangre y sufrimiento para el país, como así ocurrió después.
Ahora bien, cuando Rasputín descendió a aquel sótano del Moïka estaba convencido de que la sobrina del zar Alejandro II estaba en la casa, en las dependencias del piso superior, de donde llegaban voces y música de gramófono con la melodía de la canción americana Yankee Doodle. Aquella música otorgaba una brizna de inapropiada frivolidad a las circunstancias de un crimen.
El doctor Lazavert, una vez hubo aparcado el coche, se despojó de su disfraz de chófer y se reunió en las habitaciones del primer piso con el resto de los conjurados. Allí estaba también Vladímir Purishkiévich, un político monárquico, antisemita, miembro de la Duma, que ya había pronunciado algún discurso incendiario contra Rasputín y la zarina Alejandra Fiódorovna, tachándola de “alemana en el trono de Rusia, ajena al país y a su gente”. Junto a Purishkiévich estaban el teniente Sujotin (un joven oficial del regimiento de Preobrazhensky) y el otro gran personaje de la maquinación, el gran duque Dimitri Pávlovich, primo del zar Nicolás II.
Dimitri era un alto, corpulento y apuesto oficial de la Guardia Imperial, atleta participante en los Juegos Olímpicos, vividor y miembro del exclusivo Club Náutico, fragua en aquellos días de innumerables planes sediciosos ante la deriva del país. Se trataba sin duda del favorito de Nicolás, quien probablemente admiraba en aquel libertino de su familia todo aquello que el destino le había negado a él, convirtiéndole, primero, en un ser hipocondriaco y de débil voluntad, y cargándole después de deberes en una época de grandes conflictos internos e internacionales. Dimitri había sido el prometido de la gran duquesa Olga Nicoláievna, la hija mayor del zar, pero el compromiso se había roto a instancias de la zarina y Rasputín. La zarina Alejandra sabía que el primo de Nicolás despreciaba a El Anciano y destapó el escándalo de las ligerezas homosexuales de Dimitri con Félix Yusúpov, así como su temperamento de bebedor empedernido, duelista y asiduo de las farras sin fin. Rasputín vaticinó que Dimitri pronto contraería una enfermedad cutánea por su vida licenciosa, y así el futuro amante de Coco Chanel se vio apartado de su gran boda ya anunciada en sociedad.
De manera que los cuatro conjurados restantes escuchaban junto a la escalera del primer piso las voces de Félix y Rasputín que provenían del sótano. Allí abajo estaban sentados el uno frente al otro, charlando animadamente junto al fuego del hogar. Para llegar hasta aquella escena, Grigori Yefímovich Rasputín había recorrido el confuso, enigmático y casi siempre inexplicable camino de su propia vida.
Había nacido en Tiumén (distrito de la provincia de Tobol), en el pueblo de Prokóvskoie, el 10 de enero de 1869, día de San Gregorio. Sabemos poco de su juventud, sólo que se entregó a una vida a la que en principio parecían destinados muchos de los miserables campesinos siberianos: la rutina de un borracho. Hasta que sufrió su conversión gracias al dolor y la humillación. Su éxtasis de estirpe dostoievskiana se lo propició un vecino que le sorprendió robando en sus campos y le tundió a estacazos. Desde entonces se convirtió en un peregrino mendicante con un extraño sistema nervioso. Algunos testigos de aquella época primitiva refieren que parecía un subnormal, en lucha siempre con un Satanás interior. De su prehistoria proviene el inicio de la leyenda acerca de sus poderes para el vaticinio, las profecías –algunas sobre el ocaso de los Romanov– y el levantamiento de las sequías desastrosas.
Sin duda, Rasputín estuvo vinculado durante su vida a las enseñanzas de la herejía jlist, flageladores que engendraban en sí mismos cristos vivientes durante ceremonias de delirio y promiscuidad sexual que denominaban regocijos. Los jlisti practicaban una gimnasia espiritual que necesitaba de tres pasos obligatorios: el pecado, el arrepentimiento y la purificación. Sin ese fondo místico herético no podría ser entendida nunca la conducta futura de Grigori en relación a la carne.
Los zares debieron de conocerle en noviembre de 1905, aunque no sabemos quién les presentó. Tan misteriosa como la personalidad de Rasputín es el temperamento de los emperadores, que al fin y al cabo fueron quienes decidieron creer en él y desoír las advertencias de la familia Romanov, de la alta aristocracia, de la clase política y de los testigos del pueblo llano. Nicolás, que había nacido rodeado de sangre, como la historia de la dinastía, era un ser taciturno y supersticioso. Alejandra, a pesar de la firmeza de su temperamento y de su entrometida voluntad de convertirse en gran estadista, resultaba propensa a toda clase de misticismos.
Al parecer tomaron a Rasputín como la reencarnación de un viejo consejero espiritual fallecido, monsieur Philippe, un mago francés con reputación de terapeuta. En su primer encuentro, Rasputín tuvo una intuición de tahúr. Pidió ver a Alejo, el zarevich, cuya mala salud, salpicada de crisis hemofílicas, traía de cabeza a la familia imperial, que había estado buscando de forma desesperada un heredero después del nacimiento de cuatro grandes duquesas: le impuso las manos, le miró fijamente, rezó en voz alta, y el niño se sintió aliviado al instante. Desde aquel entonces se convirtió en imprescindible para los zares. Nadie supo jamás si las mejorías de Alejo tenían su origen en la capacidad de sugestión de El Anciano, en su fuerza hipnótica o en el conocimiento de antiguos secretos paganos curativos, pero el caso es que se producían.
Mientras tanto, Grigori Yefímovich, asentado en Petersburgo, comenzó a ascender en palacio y a ganarse la plena confianza de la familia real. A la altura de 1910, ya se permitía entrar en política. Influye en el reconocimiento que Rusia hace de la anexión de Bosnia-Herzegovina por parte de Austria-Hungría y en la postura de neutralidad bélica de los zares (lo que muchos interpretan como una traición a los hermanos serbios ortodoxos). Además examina al cabeza del Santo Sínodo, Sabler, para granjearse un adepto a la camarilla de la zarina. Alejandra y Rasputín se las arreglaron recíprocamente para desear lo mismo desde entonces: El Anciano corroboraba en Dios todas las maniobras políticas de la emperatriz.
Al mismo tiempo crecía el círculo de devotas de Raspu-tín entre las damas desocupadas de la alta sociedad, entre las burguesas con ínfulas religiosas y entre las simples plebeyas. Le cuidaban como las beatas hubiesen mimado la púrpura cardenalicia. Las condesas y duquesas visitaban su apartamento, le besaban la mano, se arrodillaban ante él, le cubrían de obsequios, y cuando se marchaban solicitaban como favor llevarse la ropa sucia para lavarla, a ser posible con restos de su sudor.
Por aquel entonces, ya eran leyenda los favores sexuales que le dispensaban las mujeres. Acudía a las casas de baños rodeado de adeptas, regalaba a sus discípulas –sus tontas, en el sentido místico de pureza bondadosa– curaciones privadas del demonio de la lubricidad en el sofá de su despacho, perseguía a cuanta desconocida se le cruzaba. En los informes policiales de aquellos años, sus vigilantes constatan que frecuentaba los burdeles varias veces al día. En ocasiones sufría un arrebato, raptaba a una prostituta callejera, desaparecía en un apartamento y volvía a salir al poco hablando en voz alta y haciendo extraños aspavientos. Por la capital corría la especie de que estaba dotado con la verga de un caballo de la remonta. La niñera del zarevich, Mary Vishnyakova, le acusó de haberse abalanzado sobre ella y haberle robado la virginidad en un ritual de regocijo.
En aquellos días, Rasputín había logrado una hazaña de carácter sociológico: unir a todo el mundo en la empresa común de aborrecerlo. La izquierda le consideraba retrógrado y antisemita; la derecha y los monárquicos temían sus inclinaciones hacia personajes que detestaban; la corte le despreciaba como campesino; la Iglesia ortodoxa sospechaba de sus aires de hereje jlist; el entonces primer ministro, Stolypin, no comprendía su poder sobre los zares; los Romanov se escandalizaban de su influencia; los militares clamaban contra su antibelicismo. Bien mirado, sorprende no tanto que se fraguase una conspiración contra su vida como que no se hubieran llevado a cabo docenas de ellas.
Igual que no deja de resultar enigmático el hecho de que los zares no sólo hicieran oídos sordos a todas las acusaciones que les llegaban –provenientes del círculo de su familia, de los ministros del Gobierno, de los miembros de la Duma, de los informantes de la policía secreta del régimen–, sino que fuesen destituyendo y apartando por sistema a todo aquel individuo que trataba de indisponerles con El Anciano.
La única explicación verosímil se encuentra otra vez en la peregrina religiosidad supersticiosa de los emperadores: no es que fuesen ciegos, es que estaban convencidos de ver más allá. De ver lo que los demás no podían contemplar. Alejandra y Nicolás consideraban que Rasputín poseía el don de la yurodstvo, de la demencia santa. En la tradición mística rusa, los personajes de los santos dementes tienen gran importancia histórica. La catedral de San Basilio, en la plaza Roja de Moscú, está dedicada a uno de ellos. Por lo común eran mendigos que vagaban desnudos, cargados de cadenas, gritando oráculos y vaticinios. Simulaban locura para sufrir vejaciones en su persona, para experimentar el dolor y la persecución, igual que Cristo. Hacían burla de las convenciones y los vicios del mundo para servir de espejo a los hipócritas pecadores. Acosaban a las mujeres, fornicaban en público. En eso consistían las proezas de la yurodstvo.
En la biblioteca privada de Alejandra se encontraba el volumen Santos dementes de la Iglesia rusa, con notas en los márgenes, incluido el capítulo dedicado al libertinaje sexual de los ascetas. De ahí que los zares supiesen interpretar como nadie el comportamiento de Rasputín.
Antes del comienzo de la Gran Guerra, una desconocida, inspirada por Iliodor, un enemigo religioso de El Anciano, apuñala a Rasputín en Prokóvskoie. Grigori permanece durante días al borde de la muerte. Cuando regresa a Petersburgo es otro: bebe desesperadamente, baila durante horas girando sobre sí mismo sin marearse y golpeándose las botas, y se vuelve más proclive a los augurios de condición hermética. “Ángeles en las filas de nuestros guerreros, la salvación de nuestros impertérritos héroes con deleite y victoria”, telegrafía al zar en aquellos días. Cuando era llamado a Tsarkoe Selo para sanar a Alejo, en mitad de sus interminables borracheras, se despejaba sin que nadie comprendiera cómo y alcanzaba una repentina sobriedad.
Cuando la guerra comienza a torcerse y Nicolás destituye al gran duque Nikolái Nicolaievich como comandante en jefe, a instancias de Alejandra y Rasputín, el propio zar toma el mando de las operaciones. La zarina entonces asume la dirección del Gobierno, gracias a su absoluta autoridad sobre su marido, y da un verdadero golpe de Estado con la ayuda de sus principales consejeros en la sombra: Anna Vyrubova y Grigori Yefímovich. Son destituidos también el ministro del Interior, el procurador general del Sínodo y el jefe de policía, sustituidos por individuos de confianza. La indignación respecto al papel de la zarina ya no podía ser mayor. Se consideraba que había embrujado a Nicolás, que precipitaba el desmoronamiento de la monarquía y que trabajaba en secreto para firmar (después de obligar a disolver la Duma) una paz unilateral con su país de origen, Alemania, que sería considerada como una vergüenza nacional.
Cuando Félix Yusúpov se enteró de esos rumores decidió que tenía que matar cuanto antes y a cualquier precio a Rasputín. Todos los pasos que El Anciano había dado desde los remotos tiempos en que vagaba por Siberia como un enfebrecido visionario le condujeron hasta aquel sótano del canal del Moïka. De modo que cuando el príncipe Yusúpov le tuvo sentado frente a él, conversando, le ofreció unos pastelillos de crema rosa envenenados con cristales de cianuro potásico.
La leyenda cuenta que Rasputín los rechazó, así como el vino de Madeira también envenenado. Cuando Félix Yusúpov empezaba a no encontrar temas de conversación y a sospechar indicios de premoniciones en su víctima, Grigori decidió comer y beber. Félix relató que El Oscuro bebió las copas de vino de Madeira y engulló los pasteles suficientes para matar a un regimiento de cosacos, pero que no revelaba ningún síntoma del envenenamiento, salvo el aumento de la salivación y unos constantes bostezos. Desesperado, se ausentó del sótano, consultó con el resto de conspiradores y le pidió a Dimitri Pávlovich su arma reglamentaria. Regresó ante Rasputín con la pistola a la espalda y le disparó en el pecho. El relato mitológico refiere que cayó sobre la piel de oso polar, y que se apresuraron a mover el cadáver para que la sangre no la empapara.
Después lo dejaron en el sótano a oscuras, sobre el suelo desnudo, y subieron a las habitaciones del primer piso. En sus memorias, Félix refirió que al poco tiempo sintió unas ganas irrefrenables de ver de nuevo el cadáver. Regresaron al lugar del crimen, zarandeó el cuerpo y lo notó aún caliente. De improvisó, Rasputín abrió los ojos y los clavó en el rostro de su asesino. A continuación se puso en pie y asió a Félix por el cuello con su fuerza descomunal. Cuando el príncipe logró desasirse, Rasputín, que no paraba de repetir encolerizado el nombre de Félix, salió huyendo por la escalera, camino del patio. Purishkiévich le alcanzó en el exterior y le disparó cuatro veces con su revólver Savage en dos tandas de dos disparos. Erró los dos primeros. El tercero –escribió después– le alcanzó en la espalda mientras corría, y el cuarto, en la cabeza. La servidumbre del palacio Yusúpov arrastró el cuerpo por la nieve hasta el interior de la casa. Una vez allí, Félix sufrió una crisis de histeria y comenzó a golpear la cabeza de Rasputín con una barra de hierro recubierta de goma hasta quedar exhausto y empapado por las salpicaduras de la sangre.
En ese momento llamaron a las puertas del palacio dos agentes de guardia en la comisaría del canal del Moïka. Habían creído oír disparos. El nervioso Purishkiévich se identificó como miembro de la Duma, confesó el asesinato y apeló al patriotismo de los policías para guardar silencio en beneficio de la Madre Rusia. Sin embargo, a la mañana siguiente, muy pronto, el alcalde de Petersburgo, Alexander Balk, informó al ministro del Interior, Protopópov, de aquella increíble conversación entre uno de los asesinos y los dos accidentales testigos de los disparos. El rumor del asesinato de Rasputín se extendió por toda la ciudad, hasta llegar a Tsarkoe Selo, a oídos de los zares.
Aunque nunca sabremos con certeza lo que ocurrió en aquel sótano, las dudas de Radzinsky sobre las versiones escritas de Yusúpov y Purishkiévich son razonables. La resistencia asombrosa de Rasputín al arsénico se explica por dos razones. La disolución del vino no era la correcta y la dosis de arsénico resultó insuficiente. En cuanto a los pasteles, Rasputín no los llegó a probar: jamás se saltó su régimen, que prescribía abstenerse de la carne y los dulces “porque oscurecían el halo”. Lo más probable es que Félix, que odiaba las armas y que era de temperamento medroso, sólo le hiriese al dispararle. De ahí su resurrección. Por lo que respecta a Purishkiévich, no parece verosímil que un civil fallase los dos primeros disparos y le alcanzase después, más lejos, con dos certeros disparos en la espalda y la cabeza. El miembro de la Duma se tomó muchas molestias en los días posteriores para tratar de exculpar en la medida de lo posible a Dimitri Pávlovich. “Las manos de la realeza no están manchadas de sangre”, dijo muchas veces. Pero tuvo que ser Dimitri, valiente soldado, tirador de élite, quien alcanzara a Rasputín en el patio. La segunda tanda, los disparos mortales, provenían de la pistola del primo del zar. Por eso, Nicolás le impuso después a Dimitri, su favorito, el castigo más severo y le envió al frente, en Persia. No le cupieron dudas sobre quién había abatido a Rasputín.
El cadáver apareció flotando, con el torso desnudo, en las aguas heladas del Neva durante la mañana del 19 de diciembre. Tenía la cara desfigurada; agujeros de bala en el tórax, la espalda y la cabeza. Era extraño: conservaba las manos en alto. Según informaron los médicos encargados de la autopsia, Rasputín aún estaba vivo y trataba de romper sus ataduras cuando fue arrojado por sus asesinos a un agujero practicado en el hielo bajo el puente del Gran Petrovsky. Faltaba muy poco para que Nicolás abdicase y una nube de sangre lloviera sobre Rusia.
Carlos Marzal.