Para que la Justicia sea “justa” es imprescindible que inspire confianza y “predecibilidad”.
En estos momentos en los que el Gobierno nos sorprende, cuando no nos sobresalta, con una nueva reforma, un nuevo “ajuste” (gracioso eufemismo por cierto) un día sí, y el siguiente también; en estos día en los que los apocalípticos nos anuncian que el equipo de Mariano Rajoy va a “acabar con todo”, de vez en cuando aparece alguna noticia en los medios de información hablando de posibles reformas que pretende emprender el Ministerio de Justicia.
El señor Ruiz-Gallardón ha lanzado algún que otro “globo-sonda” desde principios de año, con los que anticipaba alguna que otra ocurrencia. Un día nos sorprendió diciendo que iba a facultarse a los notarios para casar y divorciar, otro que su Ministerio iba a reformar el sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, y acabar con el actual sistema de “cuotas”, y de ese modo poner fin a la continua ingerencia de los políticos en la Administración de Justicia; nos hablaba de terminar con la actual situación en la que el poder político maneja a los jueces a su antojo, e influye sin pudor en sus resoluciones, entrega los juzgados a jueces “afines”, y ha creado una red clientelar y premiando o castigando según sean los servicios prestados.
Alberto Ruiz-Gallardón al fin y al cabo ha llamado la atención sobre la urgencia de que los políticos renuncien a la utilización partidista de la justicia, y a la judicialización de la política. Porque, o nos tomamos en serio –de una vez por todas- la constantemente aplazada reforma de la Justicia o nunca tendremos una democracia seria. Pues la Administración de Justicia no es sólo cosa de los jueces y de los políticos, es cosa de todos los ciudadanos, y a todos nos concierne. Nadie puede decir que el asunto le traiga al fresco, pues tarde o temprano puede sufrir las consecuencias de esta “justicia injusta” que no nos merecemos.
Cuando la Administración de Justicia no alcanza un determinado nivel de calidad, no se la puede nombrar como tal, ni tampoco se puede tachar a nadie de fatalista o catastrofista, por llamar a las cosas por su nombre. El Poder Judicial en cuanto a institución constitucional, no existe, es un gran engaño, una falacia, una estafa intolerable (aunque, hay que reconocer que afortunadamente sigue habiendo jueces y fiscales que pese a las coacciones políticas, corporativas e institucionales, tienen la valentía de imponer la ley).
Lo que está en juego es al fin y al cabo la auténtica independencia de los jueces, independencia que nunca será real mientras que la Justicia siga siendo la continuación de la lucha política en otro ámbito y con otras armas.
Es deseable que la Administración de Justicia, como servicio público funcione, pero tal cosa es casi imposible con el actual desgobierno, en el que se confunde independencia con impunidad, con jueces intocables, un “Estado de Derecho en el que más vale que renuncies por tu bien a tus derechos para no cabrear al juez”.
Los filósofos existencialistas nos dicen que la angustia vital surge en los individuos cuando perciben un futuro indefinido, un horizonte lleno de posibilidades al que la persona debe enfrentarse sin ninguna garantía, la angustia incluye, además, desesperación, vulnerabilidad, y temor. Los seres humanos son incapaces de vivir sin una confianza duradera en algo sólido en lo que apoyarse, algo indestructible.
En las sociedades supuestamente civilizadas el Estado es –mejor dicho, debería ser- gerente y garante del bien común, para lo cual es necesario que el Derecho, la Economía, la Política se “reconcilien” con la Ética (que no es lo mismo que la “estética”, aunque ambas palabras suenen parecidas) Lo cual está bastante lejos de la situación de la España actual, en la que reinan la impunidad, la corrupción, el autoritarismo, y por supuesto, un profundo cinismo.
En esa reconciliación urgente de la Democracia con la Ética, con la Sociedad debe tener una especial presencia “la Justicia”, mediante un sistema de premios y castigos que promueva la excelencia y elimine la mediocridad y la impunidad que actualmente sufrimos, y que no nos merecemos. Estoy hablando de hacer realidad lo que nuestra Constitución proclama, aquello de que España es una Estado de Derecho, en el que todos: instituciones, dirigentes y la población en general (aquello que ahora llaman “ciudadanía”) asuman el cumplimiento estricto de la ley, extirpando la secular tendencia de los españoles a incumplir las normas, la pícara y ancestral actitud infractora que nos caracteriza, propia del que se salta un semáforo en rojo, o de los que se pasan por la entrepierna la Constitución.
La “Justicia” es posiblemente el ámbito de la Administración que menos simpatías suscita en la mayoría de los españoles. La Justicia Española es enormemente injusta, fundamentalmente porque es lenta, cara y arbitraria… Es hora ya de que, los jueces se sujeten al imperio de la ley (y no al revés) que en España se respeten escrupulosamente la Constitución y las leyes, y se acabe con la sensación general de arbitrariedad e inseguridad jurídicas actuales.
Hay que acabar con la idea que la mayoría de los ciudadanos españoles tienen acerca de la judicatura, la idea de que es una casta privilegiada y que sus miembros gozan de impunidad e inmunidad… Las resoluciones judiciales, sus fundamentaciones, deben estar basadas en el articulado constitucional y no en las opiniones y preferencias ideológicas de jueces particulares; independientemente del tribunal o de la instancia de que se trate. Si se sigue actuando como hasta hoy, se les seguirá negando a los justiciables, a quienes acudan a los tribunales, el derecho constitucional a la tutela judicial efectiva -artículo 24 de la Constitución- del cual según la Constitución los jueces son los encargados de proteger.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que en la actualidad el “Poder Judicial” no es un Poder Constitucional, dado que está descaradamente subordinado a los partidos políticos; los integrantes de la Administración de Justicia –por más que la Constitución diga lo contrario- no son independientes, ni responsables. Los medios de comunicación cuentan con demasiada frecuencia los disparates de los jueces, nos informan de los retrasos, de los enormes costes de la justicia, y de la sumisión del Consejo General del Poder Judicial al partido gobernante. A la única conclusión que se puede llegar es que a nadie de los que tienen capacidad de decisión, de poner orden en semejante desbarajuste, le interesa demasiado que el poder judicial recobre –o mejor dicho, adquiera- características de “poder constitucional”.
Hablaba anteriormente de “la angustia”; la ausencia de angustia, la seguridad, el sentimiento de orden, guardan relación con que las decisiones judiciales sean predecibles.
La seguridad jurídica implica que las personas puedan saber a qué atenerse, tener suficiente certeza (certeza jurídica) de cual es la “conducta debida”, la conducta correcta. Si el derecho es inconcreto o equívoco, las personas no podrán saber (¿cómo saber respecto de algo incierto?) cuál es la conducta que deben tener, qué es lo obligatorio, etc., y ese no saber a qué atenerse, esa incertidumbre, provoca inseguridad y angustia insoportables.
Los jueces en sus resoluciones deben ser predecibles. Las personas que acuden a los tribunales deben tener la certeza suficiente, de que los jueces van a “aplicar la ley”. Las decisiones judiciales deben poseer un grado razonable de certidumbre, de manera que los usuarios de los tribunales, los “justiciables” puedan saber con un margen suficiente de razonabilidad a qué atenerse. La gente no puede seguir acudiendo a los tribunales como quien acude a un casino de juego.
Para que haya “confianza en la justicia”, también, debe desaparecer la arbitrariedad de las decisiones judiciales. Lo arbitrario no es de recibo en un Estado de Derecho, pues el Derecho es, precisamente, lo contrario de la arbitrariedad. La seguridad jurídica implica la sujeción de los jueces al Derecho, los jueces se deben ceñir a los hechos, a la prueba, a la jurisprudencia.
La deplorable situación de la Justicia en España depende de decisiones políticas: hay que hacer que los jueces estén más cerca de la gente y/o que la gente pueda acercarse más a los jueces, hay que legislar sin miedo ni complejos y, ya puestos, habrá que plantearse si no sería bueno que en el CGPJ no haya sólo juristas -cercanos además a los partidos- sino solventes representantes de la sociedad y no sólo “compañeros de profesión”.No es cuestión de desconfianza, sencillamente, pienso que es preferible abrir el abanico, pues como decía más arriba: la Justicia no es sólo cosa de los jueces y de los políticos, es cosa de todos los ciudadanos, y a todos nos concierne. Y, por favor, no caigamos en el “buenismo” de considerar que la Administración de Justicia española es buena, y que las corrupciones de las que hablo son excepciones, o pequeñas anomalías, o disfunciones que nada empañan la enorme perfección del sistema, y que pueden ser eliminadas fácilmente.
Puede que lo que aquí se afirma no guste demasiado a los que están acostumbrados a las alabanzas, a las adulaciones, a los elogios “política y socialmente correctos”… Pero somos muchos, demasiados, sino todos al fin y al cabo, los que padecemos esta “Injusticia” travestida de justicia, maquillada de leyes cínicas e hipócritas, palabras vacías, retórica hueca.
Estoy hablando de un debate urgente, imprescindible, inaplazable si realmente se quiere recuperar él tantas veces cacareado “Estado de Derecho”.